viernes, 31 de diciembre de 2010

EL VERDEADO FRESCOR DE SU SOMBRA (de Pedro Lemebel)

Más parecía un árbol ambulante, una rara especie de pino que pasaba todos los años a principios de diciembre adelantando la navidad. Y bastaba verlo para saber que el año ya estaba perdido, que todos los proyectos de los habitantes de los blokes debían soñarse en futuro, porque la pascua se venía encima con su avalancha de gastos y preocupaciones festivas. Bastaba escuchar los gritos de la cuadra, los chiflidos de los vagos de la esquina embotados con la yerba, despertando solo para gritar: allá viene el maricón del pino. Y como siempre, salía todo el barrio a mirarlo pasar. A verlo todo entumido detrás de la rama, tratando de camuflarse en el vaivén del ciprés. Todo tembleque llevando el pino como si enarbolara un estandarte.
Varias generaciones conocieron a la loca del pino, era un personaje que daba inicio a los festejos de la pascua en los blokes. Tras su paso, venían las colectas para comprar los juguetes a los cabros chicos. Las pelotas plásticas que al primer chute quedaban hechas bolsa. También la pintada de paredes, la típica blancura de la cal, tan barata y que en un dos por tres convertía la mugre en un velo de novia. Allí los volados, por única vez al año participaban en la colectiva del ornato. Con una brocha y un tarro de cal, parchaban sus propias huellas de meados y graffitis satánicos.
Nadie nunca habló con la loca del pino que pasaba dando ese campanazo, ese presagio, esa angustia feliz porque el año por fin se iba arrastrando su chatarra de ilusiones vencidas. Como si fuera un reloj que acelerara las carreras al policlínico por esa operación que otra vez debía esperar hasta el próximo año. No hay ninguna posibilidad, hasta que los doctores vuelvan de vacaciones, decían las enfermeras del mesón soplándose las unas recién pintadas. Todos los exámenes de recuperación quedan para marzo, gritaba el profesor del liceo a los estudiantes rezagados que habían reprobado alguna asignatura. Los chicos de última fila, que prendían un pito a la salida del colegio para brindar con humo ácido la reiteración de “otro año perdido”. Total, seguirían siendo jóvenes mientras hubiera pasto que quemar. Mientras existiera la esquina para aplaudir al maricón del pino que les subía el bajón con su pasito colihue.
De pascua a pascua, los nuevos tiempos encallaron en los amarres constitucionales del blindado ayer. La justicia fue un largo show, y el boom económico de la democracia le puso llantas Good Year a la carreta chilena. Aun así, culebreando los acontecimientos, la loca del pino siguió cabalgando en su navideño vegetal. Por cierto, mas deshilachada, menos garbosa pasó ese último año sudando frío. Incluso se detuvo varias veces para descansar y tomar aliento. Se veía tan flacucha cargando el madero con esa lentitud de Cristo sidoso. Y esos ojos, y esa mirada irreversible que dejó caer sobre los vagos jugando al naipe en la esquina. Ese mirar de yegua mustia acariciando sus cráneos rapados, sus tatuajes en la espalda. ¿Y de donde tanto dulzor? Porqué esa ojeada de ternura desordenándoles el juego a los chicos, que
desconcertados, solo atinaron a levantar la botella para ofrecerle un trago. Pero ella, desde la vereda del frente, sombreada por el pino como quitasol, rechazó amablemente el ofrecimiento y con un mudo adiós rehizo la fatigada marcha.
Desde entonces se hizo difícil ponerse las pilas para engalanar la risa torcida de la navidad. Las viejas cansadas, dejaron que el fin de año llegara con lo puesto y se fuera pilucho sujetándose a dos manos el tambembe. El maquillaje de la cal se fue ampollando, y el rostro de los blockes retomó su máscara de mimo descuerado. Y diciembre se transformó en un mes mas atorado de trámites y basuras de importación. Por ahí, alguien recordó que el chiquillo del pino no había pasado este año. También se supo que nadie lo había visto hacia meses. ¿Se habrá cambiado de barrio? ¿Habrá plantado un árbol en su casa? A lo mejor ya no le gustan los pinos naturales, dijo un péndex rascándose las bolas, mirando la vereda desértica de calor, donde no era posible imaginar nunca más el verdeado frescor de su sombra.

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